jueves, 1 de noviembre de 2007

Mis cumpleaños



Tengo diecisiete años, pero soplé más de una vez por año las velitas, y no es que haya soplado la de otros chicos, sino que mis papás me festejaban mínimo tres veces mi cumpleaños: dos se hacían acá en Buenos Aires a principios de diciembre con mis amiguitos del colegio, y otro con los amigos y la familia que vivían acá en Capital; el tercero se hacía el verdadero día de mi cumpleaños, el 30 de diciembre, en Junín, en la casa de mi abuela.
Aunque la tradición diga que festejar antes los cumpleaños trae mala suerte, para mí nunca fue así, al contrario, era aún mucho mejor, porque me llenaba de regalos. Quizás sea porque no lo festejaba una vez antes, sino dos (y además el día de mi cumple).
Preparar tantas tortas llevaba todo un trabajo, mi mamá alquilaba un molde y hacía las dos tortas juntas para mis cumples adelantados. La experiencia me lleva a pensar que la mala suerte no es para el cumpleañero sino para las tortas.
Iba a cumplir cuatro años (aunque ya lo había festejado dos veces) y viajé con mi familia a Córdoba para el casamiento de una tía; la torta viajó en el baúl. El 30 de diciembre llegamos tarde de la misa del casamiento (creo que ya era 31), y yo no había soplado las velitas, es decir, no había cumplido cuatro años todavía (porque el que no sopla las velitas y pide tres deseos el día de su cumpleaños no cumple años). No sólo se habían olvidado de mi cumpleaños, sino que la torta todavía estaba encerrada en el baúl. Me puse a llorar, la fueron a buscar y por fin cumplí cuatro años.
Mi torta de ocho o nueve, también sufrió un percance: mi abuela la había tapado con un repasador para que no se posen las moscas, y mi tío, sin darse cuenta, se sentó encima. De todas formas no dejamos de comerla, sólo el extremo superior derecho quedó incomible.
Cuando cumplía 10 (en realidad era uno de los festejos adelantados), tuve que soplar las velitas con velitas. No pudimos apagar las luces para soplar las velitas, porque no había luz, se había cortado. Así que apagué las de la torta pero había muchas más alrededor que no pude apagar.
En otro de mis cumples adelantados, el de 11, cuando me traen la torta, me doy cuenta de que había un gran error: me habían puesto una velita de más. Me acuerdo que me gustaba soplar las velitas y pedir los deseos, pero tampoco para que me agreguen un año.
En los últimos años me estuve cuidando; en realidad estuve cuidando las tortas y las velitas. Para el próximo cumpleaños, dejando la maldición de lado, voy a festejar mi cumple teniendo mucho cuidado de no olvidar donde dejé la torta y recordar también dejarla fuera del alcance de mis tíos distraídos.


JULIETA MEDINA

Y todo alrededor era



Y todo alrededor era un círculo gigante, un calor en la panza, un enlazar los dedos fuerte fuerte. Como una gran voz amenazante, un gran dedo que me señalaba, que invariablemente me mandaba al rincón. Me recuerdo caliente, acechada, la mentira se asomaba en los cachetes rojos, asfixiados, tan como culpables. La señorita me mira y me pregunta si todo está bien, le contesto dura que sí, que no hay problema. ¡Pero tan dura, tan rojo, tanto calor! Una revelación de todas las golosinas del quiosko no fue suficiente para evadir, para cerrar mis ojos. Me toqué la nariz por las dudas, aparentemente todo estaba en orden. La señorita se me queda mirando como alucinada, y todos mis compañeros alrededor forman una ronda redonda, un gran yo que me pone en penitencia acuosa, que resalta el contraste friocaliente de las lágrimas en mis cachetes turbados. Yo era pura gota, puro líquido caliente, y las piernas, las piernas, el tiempo pasaba aguado, segundos hechos de gotas y un chapoteo hirviendo adentro. Incluso abrazar todos los ositos que dormían conmigo no me alcanzaba, no traía la redención. Evidentemente, el cielo no era lo mío. La señorita sigue sin creerme, y las risas salen de los demás chicos como payasos novatos en primer plano, así bien rojos y macabros. Todo era una masa distante y amorfa, lujuriosa, escalofriantemente articulada, una estufa en las orejas. Mi cara rígida en la mudez, en un no-habla tan primitivo, tan de la piel como un chupetín recién comprado que se cae en la arena. En una ráfaga de lucidez recuerdo el cuaderno de comunicaciones. Debe ser eliminado. De pronto miro a la seño y todo se diluye, se deshace. Ella entiende, me doy cuenta. Por lo rojo, por el calor, por no saber jugarme a las escondidas, por la fuerza al evitar llevarme las manos a la cara. Y era tan simple todo al final, una cuestión de recreo, de pasearme invisible por el aula, una cuestión de papel higiénico, lavarse las manos y pantalón mojado. De pronto quedé libre de toda traición, de todo velo, de toda piedra en la panza. ¡Era tan bueno todo! ¡Y todos! ¡La seño! ¡Qué buena la seño! Ella me lleva al baño y todo vuelve a ser como antes. Una historia de merienda, una historia a mamá. Suspiré aliviada y me volví a tocar la nariz. Me sequé las manos en el delantal y me senté camuflada. De modo caótico, medio desarticulado, medio naranja-fuego, pero finalmente quedaba redimida.

BELÉN GARAY




El traje



Las cosas cambiaron un poquito (un poquito aunque sea) ahora que tengo un traje negro de terciopelo. Realmente se siente tan suave y despreocupado en las mangas, tan abotonado cerca del pecho, ajustado, pero no ajustado de aquella forma incómoda en que un traje puede ser ajustado, sino ajustado en la forma en que me traspasa una seguridad de pelusas y almidón de la tintorería. Tal vez me causa un poquito de vergüenza el hecho de lucirlo en un lugar tan desprolijo como es el subte, pero justamente creo que si me da vergüenza es porque el traje me llena de orgullo y de importancia, y no hay nada peor que el orgullo para llegar a ver de forma más remarcada el contraste de elegancia que puede tener aquel andén pintarrajeado con mi traje recién sacado de la tintorería. Tampoco es tan grave. Digamos que un poco de orgullo, de vez en cuando, no es tan malo. Además el subte es un lugar que existe casi solamente para eso. No tiene nada que ver con viajar: más bien es algo así como una máquina infalible de hacer pensar y recordar, y llevarnos, más que a la estación catedral, a divagar por entre nosotros mismos, de estación en estación. Nada, y me refiero a absolutamente nada, interrumpe esta meditación tan ociosa, excepto, tal vez, ese pequeño niño que se soltó de la mano de su mamá y pasó corriendo con tal brutalidad frente a mí que me dio tremendo pisotón, y justo en ese pie que tenía lastimado (¡qué lindo! ¡qué ganas de darle una patada, encima de tan chiquito que es!) ¿Y para qué el apuro, encima? Para escabullirse enfrente mío como pescado enjabonado y ocupar aquel asiento que tan plácidamente se desocupaba al lado mío, dejándome a modo de “perdón” una pequeña patadita en la tibia. Señora: si el pibe tiene tanta fuerza que se le escapa de la mano ¿por qué no mejor le pone una correa? Hasta puede quedar elegante… y encima ¡cómo la llama! “mamá, mamá, vení que encontré lugar…”. Sí, obvio que encontraste lugar, si lo sabré yo…
Pero bueno, como ya les dije, el subte es una máquina de hacer pensar (más en viajes largos), y el traqueteo de los vagones y las puertas parece que lo va curando todo de a poco. Es curioso, porque más que distraerme, esas luces que se le escapan al tren entre estación y estación me hacen acordar. Yo tenía unos pantalones así. Me los acuerdo muy bien porque eran igual de ridículos: cortos hasta la rodilla, pero muy holgados y con unos bolsillos gigantes a los costados. Qué forma de torturarlos a los nenes, ni que les costara tanto vestirlos con un poco de decencia. No me acuerdo porqué yo no me quejaba. Algunos pibes parecen hasta contentos de hacer el ridículo. Más que contentos: insaciablemente contentos. ¡Y cómo preguntan! Si por lo menos hicieran preguntas coherentes… pero bueno, supongo que eso es parte de ser chico: “mamá, ¿por qué titilan las luces cuando se prenden?” o “mamá ¿por qué tenemos que llevar facturas a lo de la abuela?” o “mamá ¿por qué se baja todo el mundo en esta parada?” o “mamá, ¿por qué soy un engendro insoportable que no para de hablar?”. Yo por lo menos hacía preguntas más profundas. Me acuerdo que una vez mi mamá, cansada de darme las respuestas más alocadas a una serie de preguntas de tipo “¿y qué hay después de la tierra? ¿y qué hay después del espacio? ¿y qué hay después del infinito? ¿y después? ¿y después?, etc.”, se resigna a contestarme que después de todas las cosas del universo lo único que hay es “mierda”. Yo no entendí muy bien en el momento. Me imaginé una especie de pared de caca (caca es una palabra muy de nene) que le ponía límite al universo, porque no podía entender que no hubiese nada después de algo, y tampoco podía quedarme sin respuesta. Y es que en realidad no había respuesta, no porque la pregunta no tuviera lo que hoy podemos entender por sentido, sino porque no podía jamás referirme al mismo espacio que hago conocer hoy: los universos eran distintos, las cosas eran diferentes. La vida pasaba por si cuando iba a lo de la abuela cocinaba pastel de papas o tenía que tragarme la ensalada casi a la fuerza para no hacerla enojar, aunque con la ensalada ya no me caía tan simpática. Podía llegar a haber una pared de mierda o no según si daban algo entretenido en la tele o tenía que soportar un viaje tan aburrido como le debía parecer éste a aquel pibe.
Y bueno, para bien o para mal a fin de cuentas maduramos ¿no? Dentro de unos años, capaz, el pibe ni me vuelve a patear cuando se levanta y yo ni necesito putearlo en silencio porque esta vez me acuerdo que yo también cuando era chico, una vez me solté de la mano de mi mamá y me colé en la fila para pagar el boleto de subte justo delante de un señor joven que tenía un traje de terciopelo extrañamente parecido al mío. Y que sin saber lo que había hecho, en medio de mi euforia infantil respondí a sus miradas acusadoras con una pronunciada sonrisa, desencadenando una rabieta parecida a la que yo podría haber hecho si no me hubiesen comprado un helado. Una rabieta de la que rescaté algunas palabras políticas de entre muchas que no conocía como las de “pendejos de mierda, no los saben educar, nadie respeta nada, etc…” y que logró que por primera vez pudiera sentir vergüenza de ser un chico, y replanteara mi forma de actuar y comportarme.
Es curioso, lo vuelvo a decir, porque yo siempre supe que el subte era una extraña máquina de haver pensar, pero nunca me imaginé hasta qué punto sutil podía llegar la reflexión. Me viene ahora a la cabeza la idea, que no se dónde la escuché
[1], de que las certezas que tenemos no son nada más que la prisión de vidrio donde encerramos a ese niño inquieto que solíamos ser. Podemos verlo desde lejos, pero no nos toca, ni nos llegan los porqués que se sigue repitiendo sólo y para sí mismo con un aire de seguridad bobalicona que le da su inocencia. Porque crear las certezas como paredes amortiguadoras de vidrio, ese acto que se suele llamar el madurar, no es más que una forma insípida de ahorrarnos la angustia de maravillarnos, que en cierto sentido, no es diferente de la angustia del amor, y por qué no, de todo lo que es incomprensible. Y tal vez, si sólo una pequeña patada a la tibia pudiera causar una pequeña grieta, se escurriría un mínimo por qué, apenas suficiente para plantearnos cómo llegamos a ser lo que somos, y entonces las rabietas tendrían otro tipo de patadas y podríamos llegar a plantearnos que capaz sea necesario sacarse por un momento el traje para entender que las cosas no cambiaron tanto, y que aunque me arrepienta y baje del subte con el saco abajo del brazo y le dedique una pícara sonrisa de redención al pibe, maduros o no, siempre seguirá latiendo en el aire, una pregunta sobre por qué al final del universo hay una pared llena de mierda.

DAMIÁN FURMAN


[1] Tomado de un fragmento de la obra de March citado por la cátedra de Pensamiento Científico de la Universidad de Buenos Aires

La importancia de llamarse Daniela























Los martes y jueves iba a una pileta a hacer natación. Yo odiaba nadar, pero de todos modos, mis papás insistían en que era lo mejor, que la pasaría muy bien y me haría muchos amigos. Entonces, contra mi voluntad, me anotaron en un club cerca de mi casa y me llevaron todos los martes y jueves a la salida del colegio.No me gustaba ir, la pasaba muy mal, los chicos no me hablaban y usar maya me daba vergüenza. Además, se ve que como yo empecé a ir a las clases a mitad de año, el profesor no pudo aprender bien mi nombre, y a pesar de que yo le repetía que me llamaba Laura, él prefería decirme Daniela.

Un día pensé que si él no se esforzaba por aprender cuál era mi nombre, yo tampoco me esforzaría por corregirlo. Así pasaron los días, las semanas y los meses, y yo para él era Daniela.

Daniela, pataléa más fuerte. Daniela, hacé la brazada más larga. Daniela, metete a la pileta. Daniela, ¿por qué no trajiste las antiparras? Daniela, nadá más rápido.

Siguió pasando el tiempo y yo seguía siendo Daniela. Un día, el peor día que pasé en la pileta, al profesor le dieron una hoja con nuestros nombres y casilleros para que complete con los logros y avances, y así nuestros padres podrían saber todo lo que habíamos mejorado.

Cuando llegó el turno de completar mis casilleros, para sorpresa de mi profesor, no había ninguna Daniela. Entonces, fue en ese momento cuando me miró a los ojos y sentí miedo. Todo ese tiempo yo había sido Daniela, y que él se enterara de quién era en realidad significaba no sólo explicarle por qué no le había dicho mi verdadero nombre, sino, además, asumir una nueva identidad: ser Laura.

En ese momento me llamó y me preguntó ¿sos vos ésta?, a la vez que señalaba mi nombre (el que figuraba en el documento) en la hoja. Tomando aire y sientiéndome otra le dije sí soy yo.

Nunca más volví a natación.


LAURA STIGLIANO